Mernies Eduardo

LA APARIENCIA TRANSGREDIDA

Frida Kalho se irritaba fácilmente ante los afanes reclutadores del movimiento surrealista, sobre todo con los que en reiteradas ocasiones intentaba su patriarca, Andre Breton. En una carta a una amiga suya sostenía: «Creo que su insistencia por persuadirme con que soy surrealista se debe a que no pueden entender que yo puedo convivir con mis sueños y con mis pesadillas todos los dias, en tanto ellos necesitan sus teorías y sus manifiestos para poder hacerlo». Por otra parte, el surrealismo servía perfectamente bien para meter en su benevolente bolsa cuanta cosa se le antojaba al malcriadísimo Breton. Magritte, que analizado con rigor nada tiene que ver con el catecismo surrealista, adentro. Otro tanto puede decirse de Sutherland o de Wifredo Lam, pero igual, adentro. Francis Bacon, que más de una vez intentó una aproximación al movimiento, por igualmente erráticas razones, fuera. Dalí, que aunque fuese exterioridad pura y sublime cumplía con todos los requisitos, por razones doctrinarias vinculadas más a lo político que a lo estético, también fuera. Por eso, al tratar de compartir con el lector la experiencia de disfrutar el singular imaginario del pintor Eduardo Mernies, se impone la más estricta cautela y la prescindencia de etiquetaciones tan cómodas como simplificadoras.
Si se exige definir al artista, a lo sumo podría decirse que el también convive con sus sueños y pesadillas, que sabe descubrir una realidad subyacente tras la rutinariamente percibida, y que cuando su pintura captura personas queridas, animales, paisajes y cosas traspasa la simulación de lo aparente para aventurarse por las espesuras del misterio. Y por supuesto, la instauración de lo poético. El artista, para «ver» a Marosa Di Giorgio, por ejemplo, no se conforma con el parecido físico y perpetra unos de sis «retratos teleonómicos» (retratos que no solo se preocupan por fidelidades fisionómicas sino que ademas pretenden capturar esencias del retratado). Para ello, hace que el entorno escenográfico en que el retrato se única sea una emanación del mismo. En el caso de Marosa, es un jardín nocturnal, traspasado por los presagios de lo inesperado. En el mundo de Susana la protagonista ni siquiera aparece, apenas se consigue rozar las esencias sedimentadas en la visión del mundo que le pertenece. El paisaje como experiencia emocional accede a un nivel culminante en San José: el mundo quilombero. Allí todo es forma sugerente, clima, colorido. Incluso un perro y un caballo, los protagonistas de Figuras, violentan su anatomía para transmitir su emblemático temperamento.

Alfredo Torres